Elección presidencial de 2018, derrota anticipada del PRI
La búsqueda de candidatos externos, debilidad priísta
Roberto Domínguez Cortes/Impacto/Ultimatum
Con un desgastado discurso triunfalista, Enrique Ochoa Reza, todavía presidente del Comité Ejecutivo Nacional, del Partido Revolucionario Institucional, vaticinó que el PRI en el 2018 ganará otra vez la Presidencia de la República.
Lo malo para el “líder” partidario es que todos los acontecimientos de los últimos dos años llevan a la conclusión de que en la próxima elección presidencial, el PRI saldrá por segunda vez de Los Pinos, pero en condiciones aún más deplorables que las del 2000 cuando Vicente Fox derrotó a Francisco Labastida.
A partir de 1988 la descomposición priísta ha sido paulatina y acelerada. En la elección presidencial Cuauhtémoc Cárdenas aplastó al usurpador Carlos Salinas de Gortari. Lo que en un principio era una presunción, más adelante fue confirmado por el ex presidente Miguel de la Madrid, al asegurar en entrevista haber ordenado la caída del sistema a su secretario de Gobernación, Manuel Bartlett.
Apenas nueve años después, en 1997, el PRI perdía la mayoría, jamás recuperada, en la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión.
Y por primera vez en 58 años un diputado de oposición, Porfirio Muñoz Ledo, del PRD, contestaba el Informe Presidencial.
En 2000 la caída del PRI ya era evidente y así terminó por suceder. Después de 71 años de hegemonía priísta y 61 de haber sido fundado el PAN, Vicente Fox asumía la titularidad del Poder Ejecutivo Federal.
La masacre electoral antipriísta continuó en el 2006 cuando Roberto Madrazo indebidamente se apropió del PRI y en un lamentable cálculo político se alió con el Partido Verde. Bernardo de la Garza, candidato presidencial del Verde, resultó un magnífico mercader. Aseguró que por ningún motivo declinaría en favor de candidato alguno y chamaqueó al experimentado Roberto Madrazo.
Fue así como Madrazo se perdió con las cuentas alegres en una operación matemática simple pero letal. Con el 32 por ciento de la intención del voto frente a Felipe Calderón y Andrés Manuel López Obrador, se imaginó el próximo Presidente de México si sumaba a su favor el 7 por ciento de los votos previstos para el Verde y la despreciable declinación del hasta entonces “insobornable” Bernardo de la Garza.
Roberto Madrazo no sólo no alcanzó el 39 por ciento anhelado sino que hundió al PRI hasta el tercer lugar con apenas el 22 por ciento de la votación nacional. Pero no sólo eso. Para convencer al traficante electoral De la Garza y a la familia González, dueña del Verde, Madrazo hubo de ceder incontables senadurías, diputaciones federales y locales y presidencias municipales al partido del Tucán.
Recientemente, el año 2016 y la elección del Estado de México ya son definitorias para la próxima elección presidencial.
A diferencia de los irresponsables desplantes triunfalistas del bisoño Ocho Reza, el entonces presidente del PRI nacional, Manlio Fabio Beltrones, hizo pública su preocupación por la adversidad que amenazaba al PRI.
La inquietud de Beltrones tenía sentido. Las alianzas partidarias entre PRI y PRD, sumados a los escandalosos actos de corrupción de los gobernadores priístas auguraban la derrota anticipada del partido de Plutarco Elías Calles. Y así fue. En ese funesto 2016 para el PRI, perdió siete de las 12 gubernaturas en disputa. Su mayor derrota después de las elecciones presidenciales del 2000 y 2006.
El Estado de México también evidencia a un PRI en fase terminal. Ni el apoyo presidencial, ni los cuantiosos recursos federales, ni la poderosa estructura electoral del estado mexiquense, ni la sumisión de los órganos electorales, ni la intervención del Congreso del estado, así como tampoco la participación de los presidentes municipales fueron suficientes para hacer ganar a Alfredo del Mazo. Y como infame corolario el uso indiscriminado de dineros clandestinos cercanos a los 30 mil millones de pesos en una abierta elección de Estado.
Con todo, el derrumbe del voto priísta en Edomex devino en patético, entre la elección del 2011 y la del 2017. Eruviel Ávila, aun cuando ayudado también por el aparato del Estado, cuando menos ganó con el 65 por ciento de la votación total de la entidad, lo que significó 40 puntos arriba del perredista Alejandro Encinas.
Por el contrario, en este 2017, Alfredo del Mazo y el PRI retrocedieron notablemente, cuando que tan sólo pudieron llegar al 33 por ciento de la votación, para “superar” con apenas dos puntos a Delfina Gómez.
Bajo esos lamentables resultados, Del Mazo “gobernará” con un exiguo 20 por ciento de la “voluntad” popular.
En su triunfal discurso Enrique Ochoa Reza hizo una tardía y sesgada condena sobre la escandalosa corrupción de los gobernadores priístas cuando afirmó en abstracto: “Se fortalece la Comisión de Justicia Partidaria a fin de prevenir que un priísta le falle a su partido y para sancionar oportunamente a quienes traicionen nuestro ideario”.
El gran gesticulador emitió una condena tersa y disfrazada ante la vergonzosa realidad priísta que alcanza todos los niveles de la administración pública: Javier Duarte, de Veracruz, detenido en Guatemala; Roberto Borge, de Quintana Roo, preso en Panamá; César Duarte, de Chihuahua, prófugo de la justicia; Tomás Yarrington, de Tamaulipas, encarcelado en Italia; Andrés Granier, de Tabasco, recluso privilegiado.
Y los grandes rateros: los Medina, de Nuevo León, sujetos a proceso penal frente a varios etcéteras que hacen interminable la rapiña priísta.
Pero la verdadera hecatombe para el 2016 no la pudo disimular Ocho Reza con la reforma del miedo a los estatutos partidarios. Durante el gobierno de Ernesto Zedillo se exigía al candidato presidencial del PRI tener probada militancia de 10 años y haber desempeñado un cargo de elección popular.
Con esa maniobra automáticamente quedaban descartados el secretario de Relaciones Exteriores, José Ángel Gurria, y el de Hacienda, Guillermo Ortiz Martínez, quienes jamás habían sido diputados, senadores ni gobernadores. La dedicatoria era para favorecer al secretario de Gobernación, Francisco Labastida, ex gobernador de Sinaloa, vencido finalmente por Vicente Fox.
La debilidad de los aspirantes priístas y el complicado escenario para el 2018, obligó a romper el candado de los 10 años de militancia y permitir la incursión de un candidato externo.
En apariencia la reforma estatutaria lleva dedicatoria para el secretario de Hacienda, José Antonio Meade, bajo el falaz argumento de que al servicio de Felipe Calderón y ahora en el gabinete de Peña Nieto, puede convertirse en el unificador entre el PRI y el PAN.
Nada más impreciso. Por el contrario, Meade puede convertirse en el sepulturero definitivo del PRI ante la molestia de priístas y panistas que ven entre sus militantes a un candidato propio, sin necesidad de recurrir a ayudas externas, pero ese es otro tema.
Por lo pronto, la suma de todos esos pasivos priístas y su vertiginosa caída en las preferencias electorales, vaticinan desde ahora una estrepitosa derrota presidencial para el 2018. Ampliaremos…